Así
pues, mientras ella terminaba de ver la película yo fregué los platos. Al
terminar me asomé ligeramente al salón para ver qué le estaba pareciendo la
película y me pareció verla muy atenta. En ese momento de nuevo me volvió la
sensación de estar viviendo un sueño. Estaba actuando de una manera impropia de
mí, es decir, valientemente, siempre pensé que en una situación como aquella no
sabría qué hacer y que la acabaría fastidiando. Sentía un ligero orgullo por
ello, pero a la vez sentía que estaba haciendo sólo lo que debía y que no
merecía vanagloriarme así.
En
ese momento acabó la peli y, como seguía en el marco de la puerta “espiando” a Marta, ella se percató de mi presencia al ir a
llamarme.
- ¿Qué haces ahí, Diego? ¿Por qué no te
sientas?
- Acabo de fregar los platos y venía para acá
ahora mismo. -Mentí.- ¿Qué te ha parecido la película?
- Está muy bien, me ha encantado.
- Sabía que te gustaría, es una de mis
películas favoritas.
- Y a partir de hoy también será de las mías.
- Me alegro de que te haya gustado.
Estuvimos
un rato comentando la película y, a lo tonto, nos dieron las seis de la tarde.
Ya era de noche. Aunque algo en mí no quería dejarla ir, le dije que si quería
volver ya a casa.
- Quizá ya estés cansada de aguantarme, ¿te
acompaño a tu casa?
- Hombre, no estoy cansada de ti, pero si yo
soy la que molesto, me voy.
- No, no es por eso, mujer, lo digo porque ya
casi llevas un día fuera de tu casa y pensé que querrías volver...
- Bueno, la verdad es que pronto vendrán mis
padres, así que creo que va siendo hora de
irse, pero antes demos un paseo, si no es mucha molestia, claro.
-Para
nada, espera que cambie de ropa.
Ya
en la calle una fina pero copiosa lluvia chocaba contra el paraguas que cubría
nuestras cabezas. Las calles mojadas, la luna asomando por las nubes, nadie por
la calle, los dos bajo un mismo paraguas, todo era perfecto, idílico. Caminando
por la acera los escasos coches salpicaban agua con las ruedas al pasar y, como
yo iba por la parte exterior, acabé empapado. Para colmo empezó a arreciar el
viento y el paraguas voló hacia el mundo de Oz, retorciéndose por el camino.
Así pues, estábamos totalmente descubiertos. Aparte de que nos estábamos mojando
como si estuviéramos en un parque acuático, Marta empezaba a tener frío, se le
notaba, así que le eché por encima mi chaqueta para que se calentara un poco y
se cubriera con la capucha. Me miró e hizo amago de dármela, pero negué con la
cabeza y le dije “ya te mojaste ayer lo suficiente como para que hoy también
llegues hecha una sopa”, sin decir ni una palabra, ella asintió y sonrió.
Dadas
las nuevas condiciones, emprendimos el camino a su casa. No estábamos muy lejos
pero la lluvia y el viento arreciaban y llegamos como los amigos incrédulos de
Noé tras el primer día de diluvio. Cuando llegamos a su portal dieron las ocho,
es decir, había pasado veinticuatro horas casi exactas junto a Marta. Un día casi completo, el mejor casi día de mi vida. En
su portal me despedí de ella con un beso en la mejilla y marché de nuevo a mi
casa.
No
habían pasado más de diez minutos desde que la dejé en su casa, iba pensando en
esas dulces veintitrés horas y cuarenta y cinco minutos que había pasado junto
a ella. La lluvia no me tocaba, algo en torno a mí me hacía ajeno a todo, había
rozado el cielo y una nube me protegía. Algo perturbó mis dulces cavilaciones,
me giré y allí vi a Marta corriendo con un paraguas y algo en la mano.
Al
acercarse descubrí lo que era, mi chaqueta. Me la tendió y sonreímos. Mientras me
la ponía, notando su olor impregnado en la capucha, ella me cubrió y cuando
acabé y me giré hacia ella para darle las gracias, me sorprendió con un beso.
Sin decir palabra alguna, me brindó la mayor de sus sonrisas y se despidió.
Allí clavado, con la lluvia empapándome aún más y sin poder hacer nada para
remediarlo pues estaba paralizado, la vi alejarse. Tras un minuto de parálisis,
reaccioné. Lo primero que hice tras volver en mí y asimilar qué había sucedido
fue mirar el reloj. Marcaba las ocho y cuarto con cincuenta y ocho segundos. Sonriente
volví a casa tras haber pasado veinticuatro horas exactas con Marta, las
veinticuatro horas más dulces de toda mi vida.