jueves, 3 de enero de 2013

Las 24h más dulces (3ª parte)


Así pues, mientras ella terminaba de ver la película yo fregué los platos. Al terminar me asomé ligeramente al salón para ver qué le estaba pareciendo la película y me pareció verla muy atenta. En ese momento de nuevo me volvió la sensación de estar viviendo un sueño. Estaba actuando de una manera impropia de mí, es decir, valientemente, siempre pensé que en una situación como aquella no sabría qué hacer y que la acabaría fastidiando. Sentía un ligero orgullo por ello, pero a la vez sentía que estaba haciendo sólo lo que debía y que no merecía vanagloriarme así.
En ese momento acabó la peli y, como seguía en el marco de la puerta “espiando” a  Marta, ella se percató de mi presencia al ir a llamarme.

 - ¿Qué haces ahí, Diego? ¿Por qué no te sientas?

 - Acabo de fregar los platos y venía para acá ahora mismo. -Mentí.- ¿Qué te ha parecido la película?

 - Está muy bien, me ha encantado
 - Sabía que te gustaría, es una de mis películas favoritas.

 - Y a partir de hoy también será de las mías.

 - Me alegro de que te haya gustado.

Estuvimos un rato comentando la película y, a lo tonto, nos dieron las seis de la tarde. Ya era de noche. Aunque algo en mí no quería dejarla ir, le dije que si quería volver ya a casa.

 - Quizá ya estés cansada de aguantarme, ¿te acompaño a tu casa?

 - Hombre, no estoy cansada de ti, pero si yo soy la que molesto, me voy.

 - No, no es por eso, mujer, lo digo porque ya casi llevas un día fuera de tu casa y pensé que querrías volver...

 - Bueno, la verdad es que pronto vendrán mis padres, así que creo que va siendo hora de  irse, pero antes demos un paseo, si no es mucha molestia, claro.

-Para nada, espera que cambie de ropa.

Ya en la calle una fina pero copiosa lluvia chocaba contra el paraguas que cubría nuestras cabezas. Las calles mojadas, la luna asomando por las nubes, nadie por la calle, los dos bajo un mismo paraguas, todo era perfecto, idílico. Caminando por la acera los escasos coches salpicaban agua con las ruedas al pasar y, como yo iba por la parte exterior, acabé empapado. Para colmo empezó a arreciar el viento y el paraguas voló hacia el mundo de Oz, retorciéndose por el camino. Así pues, estábamos totalmente descubiertos. Aparte de que nos estábamos mojando como si estuviéramos en un parque acuático, Marta empezaba a tener frío, se le notaba, así que le eché por encima mi chaqueta para que se calentara un poco y se cubriera con la capucha. Me miró e hizo amago de dármela, pero negué con la cabeza y le dije “ya te mojaste ayer lo suficiente como para que hoy también llegues hecha una sopa”, sin decir ni una palabra, ella asintió y sonrió.

Dadas las nuevas condiciones, emprendimos el camino a su casa. No estábamos muy lejos pero la lluvia y el viento arreciaban y llegamos como los amigos incrédulos de Noé tras el primer día de diluvio. Cuando llegamos a su portal dieron las ocho, es decir, había pasado veinticuatro horas casi exactas junto a Marta. Un día  casi completo, el mejor casi día de mi vida. En su portal me despedí de ella con un beso en la mejilla y marché de nuevo a mi casa.

No habían pasado más de diez minutos desde que la dejé en su casa, iba pensando en esas dulces veintitrés horas y cuarenta y cinco minutos que había pasado junto a ella. La lluvia no me tocaba, algo en torno a mí me hacía ajeno a todo, había rozado el cielo y una nube me protegía. Algo perturbó mis dulces cavilaciones, me giré y allí vi a Marta corriendo con un paraguas y algo en la mano.

Al acercarse descubrí lo que era, mi chaqueta. Me la tendió y sonreímos. Mientras me la ponía, notando su olor impregnado en la capucha, ella me cubrió y cuando acabé y me giré hacia ella para darle las gracias, me sorprendió con un beso. Sin decir palabra alguna, me brindó la mayor de sus sonrisas y se despidió. Allí clavado, con la lluvia empapándome aún más y sin poder hacer nada para remediarlo pues estaba paralizado, la vi alejarse. Tras un minuto de parálisis, reaccioné. Lo primero que hice tras volver en mí y asimilar qué había sucedido fue mirar el reloj. Marcaba las ocho y cuarto con cincuenta y ocho segundos. Sonriente volví a casa tras haber pasado veinticuatro horas exactas con Marta, las veinticuatro horas más dulces de toda mi vida.